De Michael Gold a Betty Smith, los pobres en la literatura

  
“Yo te confieso, para mí nada tan repugnante como esa bestia prolífica, que entre vapores de alcohol va engendrando hijos que hay que llevar al cementerio o que, si no, van a engrosar  los ejércitos del presidio o la prostitución”, le dice Iturrioz  a su sobrino Andrés, el joven estudiante de medicina en El árbol de la ciencia, de Baroja. Es el tratamiento que reciben los pobres en cierta literatura, realidad que abordaría  la novela naturalista francesa con curiosidad “científica”, en su afán de explicar los males sociales. Pensemos en Germinal (1885), narración sobre una huelga de mineros en el norte de Francia que muestra cómo el deseo de los pobres de cambiar las cosas se apaga ante las condiciones inhumanas en las que sobreviven.

Iturrioz, el personaje barojiano, es todavía más radical en su desprecio hacia los pobres (más que a la pobreza) cuando afirma: “Yo tengo verdadero odio a esa gente sin conciencia que llena de carne enferma y podrida la tierra”. Es un provocador escéptico que dinamitaría el orden social injusto, para él equiparable a la naturaleza salvaje en su “lucha por la vida”, interpretación que debe mucho al darwinismo social, de gran influencia entre la intelectualidad española, al margen de su ideología.

Los pobres siempre han servido de telón de fondo a la gran literatura burguesa que se ocupaba de su clase, ya fuera en la ciudad o en la provincia: sus rituales sociales, sus dilemas morales, sus aspiraciones de ascenso, sus temores, su decadencia y ruina. Los pobres en el siglo XIX aparecían como personal del servicio doméstico, como indigentes molestos, como delincuentes peligrosos, pero muy pocas veces como protagonistas de la ficción. ¿Qué podía extraerse para la literatura de aquella miseria? Nada hermoso ni bello, solo enfermedad, fealdad, suciedad y horror.

Sin embargo, en las primeras décadas del siglo XX surgen en Europa y en los Estados Unidos grandes relatos en medio de la miseria. Recientemente he leído dos joyas literarias cuya lectura me ha quitado el aliento y de los que extraería páginas perdurables: Judíos sin dinero (1930), de Michael Gold, y Un árbol crece en Brooklyn (1943), de Betty Smith. Los dos tienen en común ser relatos de la infancia de un escritor, en el primer caso, y de una escritora, en el segundo. Los dos autores son hijos de emigrantes europeos que crecen en unas condiciones de pobreza extrema. Ambos viven en familias que los cobijan con amor, despertando en ellos una inclinación hacia la belleza y una capacidad de vislumbrar otro mundo a través de la experiencia del arte y de la lectura. Los dos llegan a la escritura como una forma de conjurar pérdidas dolorosas, sacrificios y renuncias: la muerte del padre alcohólico, en el caso de Un árbol crece en Brooklyn, y la muerte de la hermana pequeña, arrollada por un carruaje en una nevada, mientras iba a recoger leña para calentar el hogar, en Judíos sin dinero.

Estas dos historias se sitúan en Nueva York, en el East Side y en el barrio de Brooklyn, respectivamente. Allí se acomodan los emigrantes que huyen de una Europa en crisis. Un deseo profundo de cambio empuja a estas gentes en la larga travesía en la que invierten sus ahorros. Se sabe que entre 1892 y 1954 desembarcaron en la Isla de Ellis cerca de 12 millones de pasajeros. Muchos llegaban cargados de ilusiones sin sospechar que serían devorados por la maquinaria del progreso. Tras probar suerte entre sus paisanos y parientes, acaban sin dinero, sin un empleo para proteger a los suyos. Con los años, quizás se encuentren más pobres de lo que eran cuando llegaron. La razón: un revés de la fortuna, una estafa o un paso equivocado. No hay lugar para el error en la jauría que tritura a los más débiles.

A estos emigrantes pobres solo les quedaba la voluntad, la fuerza de sus convicciones, la consistencia de la tradición propia y la capacidad de soñar. De los resortes interiores que sostienen la estructura del ser surge en algunos un deseo de belleza, más allá de las limitaciones del medio. Se trata de una ley física, de un impuso hacia adelante para salvar a la estirpe de la degradación y el olvido. Esto es lo que ponen en evidencia los dos relatos que comento y cuyos autores conocieron en la infancia las severas restricciones impuestas por la precariedad del medio.

Novelas de formación, en la primera, el narrador, alter ego del autor, nos instala en un hogar de emigrantes judíos. En la segunda, la autora centra la narración en una niña (ella misma) del barrio de Brooklyn, descendiente de irlandeses y campesinos austriacos. Conmueve el frágil equilibrio del hogar, la férrea voluntad de la madre que contiene lo que está en peligro de disolución. Ella es quien guía a los hijos en las duras pruebas del camino.

Los niños en este medio se hacen prematuramente adultos, como Mikel que aprende en la escuela de la vida y nos ofrece una cruda visión de su ciudad, en Judíos sin dinero: “Ni árboles, ni hierba, ni flores podían crecer en mi calle, pero la rosa de la sífilis florecía día y noche”. Entre chulos, prostitutas, pederastas, usureros, éste atraviesa el campo de fuego de la infancia hasta la edad de once años en que toma conciencia de sus deberes para con la familia. 

El Nueva York de la periferia, donde se hacinan los emigrantes, no es la pujante urbe que proyecta su mirada hacia la antorcha de la libertad, ni aquella que orgullosa  levanta faraónicas obras de arquitectura e ingeniería. Los niños descubren una selva “donde las fieras abundan, donde crecían hongos venenosos: invertidos, morfinómanos, secuestradores, incendiarios, bandidos”. La ciudad de Mikey, el judío de origen rumano, está delimitada por calles plagadas de criaturas harapientas, por vagabundos que se congregan en las puertas de las lecherías. Sin embargo, en su hogar recibe el rico legado del padre, el mágico poder de la palabra que domina este contador de historias que cautiva a los hijos. En la azotea, más cerca del cielo, les transmite las tradiciones de Rumanía, bajo la luz de la luna y las estrellas, con la voz grave y magnética de un maestro. El padre tiene, además, una reverente pasión por el teatro, que comparte con otros obreros manuales sin educación. Tal es la pasión, que solía ir hasta veinte veces a ver comedias de Schiller, Gorki o Tolstoi. De la madre, Mikey recibe el ejemplo de su dignidad ante el oprobio de ser objeto de la caridad de una institución benéfica.

Los niños dejan demasiado pronto la infancia, se encuentran con una morbosa carga de responsabilidades, como Mikey, que debe renunciar a sus estudios, a pesar de demostrar un precoz dominio del idioma y gran talento narrativo en sus composiciones. Pero, además, es en la adolescencia cuando adquiere una conciencia de clase que le mueve a la rebelión. La humillación de buscar un empleo es lo más sangrante para este personaje, que al final de relato afirma: “No puede haber libertad en el mundo mientras los hombres tengan que mendigar el trabajo”. Comprende que el único camino es la revolución y es así como Michael Gold cierra este relato: ¡Oh, Revolución que me enseñó a pensar, a luchar y a vivir”. Era inevitable, por tanto, que Gold también se hiciera eco de las reivindicaciones de los trabajadores para redimir a los suyos, como intelectual y como escritor. 

Michael Gold escribió piezas de teatro, sin duda por la pasión que le transmitiera el padre. Pero la fuerza de lo vivido, que late en su interior, los rigores de su infancia y la temprana conciencia del  implacable sistema, emerge en Judíos sin dinero, que llegó a ser un best seller en el momento de su publicación. El relato es una prueba de cuánta belleza puede atesorar la miseria, algo que no es ninguna novedad si pensamos en las penurias de Cervantes. Cuando una delegación de franceses que visitó España y preguntó por el ya admirado autor del Quijote, le explicaron que se trataba de un hidalgo pobre. Entonces, estos hicieron el más frívolo de los comentarios. Su conclusión fue que, si Cervantes había escrito una obra tan maravillosa en medio de la miseria, mejor sería que continuase pobre para gloria de las letras.

No debe sorprendernos, por tanto, que en medio de la pobreza florezcan delicados frutos que brotan del corazón, ese secreto jardín reservado para momentos luminosos. La infancia difícilmente renuncia a la felicidad, como tampoco olvida el legado de los mayores, una rica herencia que no tiene nada que ver con el dinero. Es todo aquello que se guarda en nuestro interior y que nadie puede arrebatarnos, el deseo de transformar la realidad dentro de nosotros, la posibilidad de dar vida en la ficción a todo aquello con lo que soñamos, como la familia de Francie en Un árbol crece en Brooklyn, que mata el hambre con la imaginación.

Betty Smith alcanzaría un éxito clamoroso con esta novela, que inspirara la primera película de Elia Kazan, en 1945, titulada Lazos humanos. La autora tenía cuarenta y siete años cuando se publicó. El relato nos instala en uno de los suburbios de Brooklyn en 1912, con Francie como protagonista, una niña entregada a la pasión por la lectura. Ella y su hermano deben llevar a casa el dinero obtenido de la venta al trapero de deshechos recogidos en las alcantarillas: paquetes de cigarrillos vacíos, envoltorios de chicles, papel plateado, etc. Pasan por este universo de miseria los distintos miembros de la familia, la abuela austriaca y la irlandesa, las tías y los tíos y los vecinos del barrio con sus distintas tradiciones. 


Capítulo aparte merece la biblioteca pública donde la niña de este relato acude con devoción y respeto. Su propósito es leer todos los libros del mundo, por orden alfabético. El padre, cantante y bohemio, entregado a la bebida para desgracia de los suyos, inspira hondos sentimientos de atracción y de pena; la madre diligente, metódica, ahorrativa, digna heredera de la tradición, multiplica sus esfuerzos para sacar adelante a sus dos hijos. La abuela austriaca analfabeta, que reverencia la lectura y los conocimientos, inspira las más bellas páginas de la novela cuando responde a la pregunta de la hija sobre lo que debe hacer para construir un mejor futuro para la niña recién nacida. ¿Cómo empezar? El secreto, le dice Rommely, “está en saber leer y escribir. Tú sabes leer. Todos los días debes leer a tu hija una página de algún libro, todos los días hasta que ella aprenda a leer. Entonces ella deberá leer todos los días. Ese es el secreto”.  

De la lectura a la escritura, un paso inevitable cuando el impulso creador se agita. Francie anota en su diario todo tipo de impresiones y hemos de suponer por su carácter que sorteará las dificultades para consumar su destino de escritora. La novela se cierra con la salida del hogar de la protagonista en busca de ese futuro para el que se preparaba, mientras pasaba las tardes de verano ante la ventana devorando libros que la hacían soñar con otros mundos. Dice la abuela: “Debes contarle los cuentos de hadas de mi tierra. Hablarle de aquello que, sin ser de la tierra, perdura en el corazón de la gente: hadas, duendes, elfos y demás”.

Yo que fui una niña pobre sin conciencia de serlo, debo a mis padres la curiosidad y pasión por el conocimiento y la devoción por la belleza que perdura en la tradición literaria, porque mi madre nos enseñó a rezar con Amado Nervo: “Señor, Señor, tú antes, tú después, tú en la inmensa / hondura del vacío y en la hondura interior”. Sirva esta modesta reseña para agradecerle a mi madre la rica herencia que nos entregó, ahora que acaba de cumplir noventa años.

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