El primer cuento de García Márquez

En 2017 celebramos el cincuentenario de la publicación de Cien años de soledad, aunque también se cumplieron setenta de la publicación de «La tercera resignación», el primer cuento de García Márquez, que se publicó en el periódico El Espectador. Con apenas veinte años, éste sorprendía por su precoz dominio del idioma y de las técnicas narrativas modernas. También es verdad que el arte narrativo en los años cuarenta en Hispanoamérica se renovaba con la irrupción de las vanguardias y de las nuevas corrientes de pensamiento del siglo XX. El descubrimiento del inconsciente desvelaba los misterios de la mente humana.
Los narradores fantásticos, como el uruguayo Felisberto Hernández, exploraban los pasadizos secretos del sueño y conjuraban los demonios interiores en unos cuentos extraños en los que lo insólito se instalaba en la vida cotidiana. Pero Hernández ya tenía en su compatriota Horacio Quiroga un referente inevitable. El temor a la muerte y a la locura, que llevó a Quiroga al suicidio, abarcaría un universo narrativo complejo y mórbido. Las experiencias traumáticas que padeció, como el fallecimiento de sus dos hermanos a causa de la fiebre tifoidea, marcaron su escritura. A este hecho le siguieron una cadena de tragedias que nublaron su horizonte. En sus Cuentos de amor de locura y de muerte conjuraba los demonios que lo llevaron al suicidio, después de haber vivido una existencia tan intensa como trágica.
Es curioso que este primer cuento de García Márquez gire alrededor de un niño enfermo de fiebre tifoidea, que lo pone a las puertas de la muerte. En ese umbral terrorífico, la madre asume con naturalidad el diagnóstico del médico que determina muerte en vida, ya que el niño seguirá creciendo. Debido a ese fenómeno, debe hacérsele, cada cierto tiempo, un ataúd a medida. Macabros presentimientos, visiones que la mente no pude ahuyentar, terrores infantiles que roban el sueño, están presentes en los primeros cuentos de García Márquez, quien dice haberse inspirado en las narraciones de la madre.
Sin duda, entre sus lecturas se encontraban los cuentos de Edgar Allan Poe, maestro del género de terror, en algunos de cuyas narraciones se describe con perversidad el proceso de descomposición de un cadáver. Esto mismo hace García Márquez en «La tercera resignación». Aquí el narrador se introduce en la consciencia del personaje, en su carne, sus arterias, sus vértebras, su médula y en su cerebro, transmitiéndonos la angustia que le provoca un ruido permanente.
«El ruido tenía la piel resbaladiza, intangible casi. Pero él estaba dispuesto a alcanzarlo con su estrategia recién aprendida y apretarlo larga y definitivamente con toda la fuerza de su desesperación. No permitiría que penetrara otra vez por su oído; que saliera por su boca, por cada uno de los poros o por sus ojos que se desorbitarían a su paso y se quedarían ciegos mirando la huida del ruido desde el fondo de su desgarrada oscuridad […]»
Es el taladrar de conciencia que no le concede el reposo definitivo, ni el don de la vida, que ya no sabe si desea. La criatura está dividida en una parte física, el cuerpo que crece, que detiene el crecimiento y finalmente empieza a descomponerse; y la conciencia que asiste impotente a las fuerzas poderosas que lo retienen en esa cárcel, hasta que comprende que solo le queda la resignación.
Con esta pesadilla Gabriel García Márquez pone la primera piedra del edificio que empieza a construir y que conduce a Cien años de soledad. Lo valioso de estos primeros relatos químicamente puros, recogidos con posterioridad en Ojos de perro azul, es su potencia innovadora, su inclinación hacia cierto surrealismo que rompía las barreras de lo real y exploraba la conciencia individual. García Márquez se proponía atrapar al lector con el hábil manejo de la intriga que aprendió, en primer lugar, de la madre y en segundo lugar, de otras fuentes, como las Mil y una noches. Pero quien le dio las claves para comprender que todo es posible en la literatura fue Kafka. La lectura de La Metamorfosis le ayudó a salir del callejón sin salida en que se encontraba mientras gestaba lo que sería su obra cumbre. Sin embargo, en estos primeros cuentos ya estaba el germen. Pensemos que el «Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo», que se publicó como un cuento en 1955, va a formar parte de Cien años de Soledad.
Jacques Gilard, el crítico francés que desarrolló una pasión por el Caribe a partir de su lectura de García Márquez, rastrea los pasos del escritor en sus columnas periodísticas. Concluye que ya se estaba asentando una corriente renovadora en la narrativa de los cuarenta en Colombia, sobre todo, en torno al Grupo de Barranquilla en el que se formó en autor de Cien años de soledad, que fue clave en la difusión de las vanguardias. Por entonces, la narrativa colombiana se alimentaba de la temática rural, y el joven García Márquez rechazó el ruralismo y el costumbrismo, abordando los temas de la muerte, la familia y la casa.
Pero el Grupo de Barranquilla, o más exactamente, el librero Ramón Vinyes, puso al día a Gabo respecto a autores norteamericanos como Faulkner o Hemingway, y a las vanguardias europeas: Virginia Wolf y James Joyce, por ejemplo. No debe extrañarnos, el recurso vanguardista de lo grotesco en su obra, que va a determinar su tratamiento de la realidad, así como ese contacto con las corrientes de pensamiento del siglo XX, que le permiten abordar la angustia existencial en un clima de violencia, como el que se imponía en Colombia debido a las tensiones sociales. Con la atención puesta en el individuo, García Márquez daba cuenta del clima de violencia y de la atmósfera de terror vivida a raíz de experiencias traumáticas, como las guerras civiles, y los conflictos entre trabajadores y patrones, como el que desencadenó la matanza de las bananeras. Frente a esos hechos apostaba por la literatura como una forma comprometida de estar en el mundo.

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