Narrar la violencia en Colombia

En una mesa redonda celebrada el pasado 27 de octubre en Logroño (España), en la que participé con colegas colombianos, se abordaba la relación entre la literatura y la guerra. Era necesaria una reflexión sobre los vínculos entre literatura y realidad en Colombia, un asunto, en el fondo, ya superado por los escritores del siglo XIX, quienes comprendieron los límites del realismo. La novela, más que “reflejar” la realidad, construye otra realidad seleccionando y organizando los datos que le ofrece la experiencia. Lo hace de acuerdo a las normas y las leyes que el creador establece para el mundo al que pretende dar vida. En esto la novela se distancia de la crónica, se independiza de lo que se entiende por lo “real”, para que el autor pueda dar rienda suelta a la imaginación. Su compromiso será con la ficción, o con su postura frente a los hechos que sacuden a la comunidad, como bien lo expresara Gabriel García Márquez en un artículo publicado en 1959.
Al respecto, el periodista puertorriqueño Héctor Feliciano formulaba esta pregunta. ¿Por qué la guerra protagonizada por las guerrilleras, el narcotráfico y el paramilitarismo, en las cuatro últimas décadas, no ha inspirado una sola novela importante? Previamente el periodista de El Espectador, Jorge Cardona había ofreció una relación de los padecimientos del país desde su independencia, las luchas maniqueas alimentadas por los poderes hegemónicos, para mantener a la población en guerra. Venganzas, masacres, intentos de regeneración frustrados, que añadieron más factores de conflicto y sabotearon la posibilidad de una paz negociada.
¿Cómo y desde donde narrar esa violencia? Sin lugar a dudas, los escritores colombianos fueron sensibles a esta realidad. Tanto es así que la novela de denuncia en los setenta saturó el corpus de la literatura, aunque con obras generalmente de dudosa calidad. Pero algunos ejemplos notables merecen una mención. Sabemos de las atrocidades cometidas en la lejana población de Tambo, en Antioquia, gracias a El día señalado, de Manuel Mejía Vallejo, premio Nadal en 1963. De lo ocurrido en Tuluá, en el Valle del Cauca, da cuenta Gustavo Álvarez Gardeazábal en Cóndores no se entierran todos los días (1971), Premio Ciudad de Manacor, novela canónica donde sobrevuelan los pájaros que sembraron el terror en Tuluá, y que parecen haber resucitado en las bandas paramilitares que cubren de sangre los territorios controlados por el narcotráfico y la guerrilla. La novela de las últimas décadas nos instala en diversos espacios del conflicto, rurales o urbanos, y ofrecen distintas perspectivas. La virgen de los sicarios (1994), de Fernando Vallejo, trata del mundo de las comunas y de los jóvenes delincuentes. En voz baja (1999), de Darío Ruiz Gómez, da cuenta del cambio de paradigma en los hábitos y en la estética de los enriquecidos con el blanqueo de dinero. Delirio, de Laura Restrepo, premio Alfaguara de novela 2004, tiene lugar en Bogotá y desvela los estrechos vínculos entre el narcotráfico y el poder, así como el desequilibrio a que da lugar, simbolizado en el ser femenino.
Evelio Rosero en Los ejércitos, premio Tusquets 2007, explora los terrores vividos en el mundo rural. La acción nos sitúa en un pueblo amenazado por los grupos armados.
Recientemente, Pilar Lozano publicó Era como mi sombra, novela breve que nos ofrece la perspectiva de un joven cuya única salida es ingresar en la guerrilla. La apartada población donde se sitúa sufre en silencio la brutalidad del conflicto sin encontrar otra salida. La perspectiva del indígena nos ha sido revelada con hondura y delicadeza por Mariela Zuluaga, en su novela Gente que camina (2013), un amoroso relato que nos introduce en San José del Guaviare en la selva amazónica, territorio enigmático donde sobrevive la casi extinta comunidad de los Nükaák que, atónita, huye de las masacres perpetradas por narcotraficantes y guerrilleros.
El material narrativo sobre este tema, reconocido, como se ve con distintos premios, no es escaso si consideramos que la violencia de los años cincuenta inspiró cerca de cien novelas entre la que puede incluirse Cien años de soledad. Por otro lado, la guerra que desencadenan el narcotráfico, las guerrillas y el paramilitarismo en las últimas décadas ha motivado unos cincuenta títulos, según el novelista y profesor Óscar Osorio en su estudio El narcotráfico en la novela colombiana. También deberíamos sumar a esas obras relatos de índole distinta: testimonios de actores del conflicto recogidos por sociólogos y antropólogos como Alfredo Molano y Alonso Salazar, entre otros.
En resumen, el testimonio, la crónica y la novela en Colombia han ofrecido distintas versiones del conflicto, captando la atmósfera de terror; el desgarro de las familias, los secuestros, las desapariciones y los asesinatos en masa. A veces, los narradores han saltado de la novela a la crónica con la intención de abarcar las dimensiones de la infamia, como el propio Gabriel García Márquez en Noticia de un secuestro. Sirva este título para recordar sus palabas en el artículo de 1959, respecto a las matizaciones entre la crónica, la novela, y el testimonio que se vislumbra como posibilidad de escritura y de redención:
[…] un valioso servicio nos han prestado los testigos de la violencia, al imprimir sus testimonios en bruto. Hay que confiar en que ellos prestarán buena ayuda a quienes sobrevivieron a la violencia y se están tomando el tiempo para aprender a escribirla, y en todo caso a los numerosos niños que la padecieron como una pesadilla de la infancia y ahora están creciendo en silencio sin olvidarla. La aparición de esa gran novela es inevitable en una segunda vuelta de ganadores. Aunque ciertos amigos impacientes consideren que entonces será demasiado tarde para que sirva de algo el contenido político que tendrá sin remedio, en cualquier tiempo.
De todas formas, seguiremos esperando esa “gran novela” en primera persona, que nos anticipa El olvido que seremos, donde su autor ha sido capaz de combinar con maestría, testimonio, autobiografía e historia para ofrecernos un conmovedor relato sobre esa intolerancia que ha sometido a la barbarie a un pueblo más preparado para la heroicidad y la grandeza que para las bajezas perpetradas por la maquinaria del terror.

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